Es un pensamiento recurrente en los últimos meses. La sensación de vivir en un mundo raro me acompaña desde hace un buen tiempo. Y a medida que pasan los días, en lugar de desaparecer, sigue creciendo. Tanto en lo personal como en el resto de ámbitos. Una sensación de pequeña reacción en cadena.
Por ejemplo, vivo en un mundo en el que Donald Trump es presidente de los Estados Unidos. Un mundo en el que, después de 28 años, no aprendemos a vivir sin muros mediáticos. El mismo mundo que sigue moviéndose con ritmos marcados por instituciones religiosas que hoy han perdido su poder total. Dogmas estúpidos que no tienen cabida en el siglo XXI.
Vivo en un mundo raro, muy raro. En el que nos atrevemos a decir tonterías en Twitter o compartir momentos en Facebook, pero no te atreves con un “Te quiero” en su cara. Un mundo que sigue sin aprender las lecciones que nos dejó el pasado. Que sigue apostando por el odio, por las supremacías y por la polarización de todo. O eres blanco o negro, o conmigo o contra mí. Un mundo en el que no puedes rebatir algo porque acabas generando más odio que interés.
Vivo en un planeta dominado y dirigido por extremistas. Ya no debemos hablar de populismos, sino de personas que buscan la confrontación para salir victoriosos en el fango. El famosos “divide y vencerás” sigue funcionando igual de bien. Soy parte de una sociedad que puede y debe seguir avanzando y evolucionando, pero que para ello debe seguir usando el don que nos hace ser animales especiales.
Vivo en un mundo en el que sigo creyendo, pero del que no espero nada. He pasado de la esperanza al escepticismo y he acabado en el “al carajo con todo”. Vivo en un planeta muy raro, que parece haber escogido autodestruirse. Y pese a todo, como cantaban los REM, I feel fine.