(Este post cuenta mi visión acerca de la ciudad de Córdoba, pero también una estancia en la misma durante este verano. Poco a poco escribiré el resto de estancias del viaje)
Siempre he creído que un buen viaje con diferentes destinos debe de arrancar en un sitio especial. El viaje que teníamos por delante mi padre y yo ya lo era por defecto. Casi una década después, pasábamos juntos las vacaciones. La primera parada de nuestra ruta era la ciudad de los Califas, la capital de la provincia que vio nacer al cabeza de familia. Dos días en en Córdoba, ciudad que no visitaba desde hacía doce o trece años.
Ver Córdoba con ojos nostálgicos, con cierta pátina sentimental hizo que me pareciese mucho más bonita. Porque admitámoslo, será un horno a pleno uso durante el verano, pero pese a todo, es preciosa. La judería esconde rincones que te dejan boquiabierto. La Mezquita… La Catedral-mezquita es una de esas construcciones que uno debe ver con sus propios ojos. Es una joya que nos regaló el legado el pueblo andalusí.
Córdoba nos recibió con 41 grados, pero con una tranquilidad muy agradable. Ésa que se respira en las ciudades que ven como sus gentes emigran hacia el veraneo, dejando las calles casi desiertas. Los termometros por encima de los 30 grados y las fechas hicieron que me pareciese una ciudad sin prisas, con un montón de turistas que viven alrededor de una zona de la ciudad, dejando el resto para los oriundos.
Hay dos momentos que me gustaron especialmente. El primero fue contemplar la casa-museo del artista cordobés más famoso de los últimos siglos, don Julio Romero de Torres. Me enamoró la forma de dibujar las miradas de sus musas, pero sin duda lo que me dejó boquiabierto fue una obra que no conocía, la llamada “¡Mira qué bonita era!”. Un velatorio que el propio artista se encontró allá por 1895. Su realismo, los pequeños detalles de esa pintura la convirtieron en una de las más bellas que jamás haya visto.
Otro momento se produjo en nuestra última noche en la ciudad. Cruzamos el puente romano con la intención de hacer unas fotos nocturnas antes de la cena tardía. Tras llegar a la orilla del Campo de la Verdad, nos encontramos otra realidad. Una Córdoba más llana, más rutinaria, con menos mirada hacia el guiri y más hacia los suyos. Nos encontramos un bar, Los Romerillos, que ya habíamos visitado muchos años atrás. Todo seguía igual, como si de repente hubiésemos vuelto a los 90. Un ambiente familiar, con gente que vivía su día a día. En ese momento, mientras esperábamos nuestras raciones, me sentí como en casa. A veces uno disfruta realmente de las pequeñas cosas, y ése fue un buen ejemplo para mí.
Se nos hizo corto, puesto que pasamos mucho por delante del Gran Capitán y hasta nos dio tiempo a descubrir el mercado de la plaza de la Corredera, que fue como echar la vista al pasado. En el tintero se quedó la Sinagoga y el Alcázar de los Reyes Cristianos. Y Medina Azahara, que nos parecía peligrosa de visitar con semejante calor.
Cuando nos subimos al autobús rumbo a Lucena, supe que algún día volvería a Córdoba. Quiero volver a ver la mezquita, sentarme en aquella terraza del Campo de la Verdad y pedir unos flamenquines y perderme por las callejuelas. Habrá que volver un mes de mayo, lo exigen esos patios tan bellos. Habrá que volver a disfrutar de aquella ciudad, de su gente, de sus maravillosos rincones. Habrá que volver.